Los motivos por el cual muchos me manifiestan que no vivirían en el campo diría que se dividen entre, “no hay nada para hacer” y “ me da tristeza cuando llega la noche”.
Antes de casarme nunca había vivido en el campo, pero nunca experimenté ninguno de estos sentimientos, y lo relacioné muchas veces a que tenía vida interior y mucha curiosidad por lo que me rodea. No siempre fue fácil pero mi actitud fue la de pensar, “ok esta es mi realidad y en ella voy a poner lo mejor de mi”.
Con el tiempo aprendí que es esa actitud que le ponemos a lo que nos pasa la que cambia el modo en que vemos las cosas. Podría estar en la ciudad más habitada del mundo y sentirme sola o con miedo.
Apreciar y sentir lo afortunada que era de vivir cerca de la naturaleza, a pesar de estar condicionada a muchos desafíos diarios, cambiaba la perspectiva de las cosas.
Si lógico, cada lugar te quita posibilidades pero te compensa con muchas más, para las cuales tenemos que estar abiertos a apreciarlas y tomarlas como bendiciones en la vida.
El silencio a su vez, me permitió escuchar mi voz interior, y me obligó a trabajar en que esa voz fuera la que más me gustara escuchar, y además el silencio me enseñó a decir lo justo.
El atardecer , que tanto nos gusta ver en familia, marca el final de un día de actividad. Es el momento en que todo se aquieta en la naturaleza, y nosotros adoptamos el mismo ritmo de vida, lo que no se hizo se hará al otro día, nos obliga a desconectar de las preocupaciones, para prepararnos para el descanso.
Para mi, el campo da el sueño más reparador, y es gracias al silencio.
Sin dudas, mucho va en las afinidades naturales, culturales o quizá ¿genéticas?, para adaptarte a un lugar. Pero ante estas preguntas, creo que la naturaleza tiene esa condición de ponernos cara a cara con nuestra vulnerabilidad, y a lo mejor lo que duele o incomoda es eso.
A eso le atribuyo que encuentre tantas personas sabias en el campo, y creo en mi humilde opinión que es un lugar especial para templar el espíritu.